"Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así. Aprovecharlo, o que pase de largo, depende en parte de ti"


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domingo, 16 de marzo de 2014

El desconsuelo de la distancia

(Artículo publicado en la revista “La Columna” el 16 de marzo de 2014)


Jueves Santo de 2013. En Granada. Las cinco y veinticinco de la tarde. Con la seriedad, el respeto y hasta los nervios con que me sentaba en la bancada de un aula cuando iba a hacer un examen muy importante, me senté frente al piano que, casi tanto como mi mujer y mi padre, es compañero de soledades y testigo de alegrías y penas a lo largo de mi vida. Mi mujer se sentó a mi lado, con mi hija Lola en brazos y mi hija Inmaculada en su vientre, descontando las horas para salir a iluminar el mundo con la luz de sus ojos.

En Úbeda, mi hermano Jose (28/03/13 16:53: “Te tendré presente toda la procesión”) formaba parte del inmenso guion columnero con su hachón apoyado en la cintura y su móvil guardado ya en su bolsillo. Y mi padre estaba en lo alto del Rastro mirando el guion que subía y pensando que al fondo, ciento y pico kilómetros al Sur, tras la sierra azulada de Mágina, estaba el penitente que le faltaba esa tarde en el último tramo de la fila negra y cardenal para dedicarle orgulloso su amplia, sana y característica media sonrisa nada más reconocerlo.
Todo estaba dispuesto.

Esperé unos minutos con la mirada perdida en el reloj del móvil que tenía sobre el piano. Estaba absorto en mis pensamientos, que ya a esa hora no estaban en Granada. Al poco, sonó el teléfono y entró una llamada de un amigo bueno. No estaba previsto, ni le había pedido que me llamara. Pero Rafa me llamó y al ver que lo hacía en ese momento, yo sabía de sobra el motivo de la llamada. Descolgué y no dije nada. Porque no podía decir nada. Y porque sobraban las palabras. Balbuceé un “gracias” y cerré los ojos, conteniendo una emoción que me recorría entero como una sacudida. Aguanté el llanto como la presa de un pantano a punto de resquebrajarse. Tragué saliva. Silencio y más silencio durante unos minutos. Silencio en mi casa, en mi familia, en mi piano, en el altavoz de mi móvil. Mis manos sobre las teclas del piano, acariciadas por las yemas de mis dedos.

Y comenzó el Desconsuelo con su solemne dos por cuatro y su doloroso Do menor. Nota por nota, acorde por acorde, compás por compás, fui tocando el Desconsuelo al mismo tiempo que lo oía sonar en el Claro Bajo gracias a las redes de comunicaciones que tanto me acercan y tanto me separan de mi Úbeda del alma. Por mis dedos se escapaban decenas y decenas de emociones que me recorrían entero, en dos por cuatro y en Do menor. La música del Desconsuelo circulaba de mis oídos a mis manos, atravesándome y haciendo estación de penitencia en mi corazón.

Esa tarde de Jueves Santo fue tan especial que toqué el desconsuelo con mis propias manos. Lo palpé. Lo sentí. Me inundó como nunca antes lo había hecho. He tocado el Desconsuelo cientos, no sé si miles de veces, en pianos y órganos, en mi casa, en San Isidoro, en Madrid, en Granada, en Sevilla, en decenas de lugares; solo en mi casa o ante mucha gente. En fiestas alegres y en despedidas muy tristes, como aquel primero del año 1996. También lo he oído en multitud de versiones, desde la orquestal que tanto disfrutamos y lloramos Antonio Fuentes y yo en Madrid hasta el tan original como inesperado “Desconsuelo de Relatores” que compartí hace años con mi amigo Paco Martínez. Pero esa tarde toqué el desconsuelo. Entenderéis la diferencia de matiz entre tocar u oír el Desconsuelo de Franco Ribate y tocar o sentir el desconsuelo de la distancia. El desconsuelo de no ver. De no estar. De no vivir en presencia lo que desde que tengo conocimiento siempre viví tal día como ese y en una tarde como esa. En un año de cambio de recorrido, os puedo asegurar que en mi alma sí que viví un cambio grande de recorrido sentimental.

Jueves Santo de 2014. Estaré en Úbeda, aunque sé que sentiré y tocaré con los dedos del alma otro desconsuelo de la distancia. Un desconsuelo que no esperaba sentir cuando comencé a escribir este artículo. Un desconsuelo para el que no hay Do menor que aguante su dolor ni dos por cuatro que mida su solemnidad. Es el desconsuelo de otra distancia. La distancia que es nula e infinita al mismo tiempo. La distancia invisible, sin mesura posible, sin ley que la explique ni métrica que la dimensione. La distancia misteriosa y paradójica de tener justo al lado a quien no veremos más con los ojos miopes y mortales porque está muy lejos, en el Bosque de la Vida que hay más allá del Claro Bajo. La distancia infinita que la Fe reduce al cero matemático deshaciendo el estrangulamiento del nudo misterioso y doloroso del signo infinito (∞) y convirtiéndolo en la circunferencia de un cero que no tiene ni inicio ni fin porque simboliza la eternidad. La distancia, en fin, que este año, como el año pasado pero a diferencia del año pasado, me separará de mi padre. Porque en 2014 me faltará y me acompañará al mismo tiempo el penitente de La Columna cuya mano cogí para aprender a andar, el que me enseñó a hacerme el nudo del cíngulo cardenal y negro, el que subía conmigo a la azotea para explicarme por qué ese Jueves Santo de mi infancia tampoco iba a llover aunque los nublos atenazaran mi ilusión de pequeño columnero.

Mi padre fue un hombre bueno y un cofrade recio. Un cristiano de Fe profunda. De Fe sin alharacas. De Fe pudorosa. De Fe limpia. De Fe auténtica. Como cofrade de La Columna, he vivido grandes y numerosos momentos de mucha emoción con mi padre, ya podéis imaginar. Y me siento muy afortunado por tener lleno el corazón de estos recuerdos con él. Pero os confesaré algo: la vivencia más intensa y hermosa que he compartido con él en Semana Santa no ha sido ni un Jueves Santo, ni un Viernes Santo. No. Aunque sí ha sido con el Cristo de la Columna como testigo. La vivencia de la que hablo es la que he tenido tantos años la suerte de compartir con mi padre en San Isidoro, en la Vigilia Pascual, celebrando que la muerte no es el final, que Cristo vive y que existe el regalo de la vida eterna, y que los que mueren no nos dejan sino que gracias a Dios siguen con nosotros. No recuerdo ver derramar una lágrima a mi padre viviendo algún momento intenso del Jueves o Viernes Santo. Mentiría si dijera lo contrario. Pero jamás olvidaré ver a mi padre emocionarse profundamente en la celebración de la Resurrección de Cristo y de todos los que siguen su rastro. Cristo vive. Por eso la distancia del desconsuelo es nula y no infinita. Por eso seguiré superando el desconsuelo de la distancia con el que me ducho a diario desde hace años, en el que me bañé el Jueves Santo pasado, y donde ahora a veces pienso que me ahogo desde el último aliento de mi padre. Por eso se irán, como aquel Jueves Santo de mi infancia, los nublos que hoy atenazan y entristecen mi corazón. Por eso Adrián Navarrete Molina, el último al que querría yo dedicar un artículo como éste, me dijo hace unos días, despejando con maestría la incógnita más importante del complejo sistema de ecuaciones de su vida, “prometo que no me voy a ir”.

Adrián Navarrete Orzáez
Enero de 2014

sábado, 15 de marzo de 2014

A ti, que eres mi vida entera


https://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=q2wX7saNsLE


Traigo hoy aquí un recuerdo imborrable de mi juventud, que nunca había contado antes, pero que últimamente no para de resonar en mi cabeza. Y en mi corazón.

Sería una tarde del otoño de 1986. Íbamos en un Renault 9 mi padre, mis tres hermanos y yo. Íbamos por la famosa recta de la N322 dirección a Úbeda. Esa tarde habíamos estado en el campo. Mi madre se quedó en Úbeda porque tenía algo que hacer o había quedado con alguien. Esos días todavía llevaba una vida muy normal a pesar de lo avanzado de su enfermedad, que desde unos meses antes la tenía condenada y sin solución posible, según comunicó por teléfono el médico de Madrid a mi padre y único depositario de esta terrible información, cuando le confirmó que ya no tenían que ir a más revisiones a Madrid porque no había nada que hacer.

Mi padre aún no había cumplido los 41 años. Tenía exactamente la misma edad que yo ahora.

A mi madre le encantaban las canciones de José Luis Perales. Teníamos varias cintas en aquél Renault 9.

Y sonó esta canción en el coche. Canción de Otoño. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer mismo. Y mi padre la cantó con tanta fuerza y emoción como para que se me quedara ese viaje para siempre guardado en el recuerdo. Cada vez que cantaba “A ti, que eres mi vida entera…”, intercalaba un “mamá” que le salía del alma y que sus hijos acabamos cantando a coro con él cada vez que llegaba el estribillo.

Esos días él ya sabía cuál, y casi cuándo, iba a ser el final. Y cantó aquello dedicado a su mujer, y junto con sus cuatro hijos, el mayor con 13 años, la menor con 6. En la nacional 322. Dios, con qué coraje. Y en la carretera de la vida. Cercano a un umbral de comienzo de un viaje que sabía que le tocaba capitanear en breve y en solitario con una tripulación de niños, cuatro, que se dice pronto, a los que llevar desde la infancia hasta la edad adulta, pasando por la adolescencia, y por todas las dificultades que la vida siempre depara a todo el mundo, si bien es cierto que hay gente que consigue superarlas con tanta maestría que bien parecería que no se topó con tales dificultades durante su existencia.

Este viaje, el de la recta de la N322, ocurrió. Así, como lo cuento. Con todo el escalofrío con el que como padre que soy hoy examino a toro pasado - y vaya toro y vaya torero - estos acontecimientos. Si no fuera porque los viví desde dentro, pensaría que no fueron así, que están exagerados. Pero esto no es el guion inventado de una película sensiblera. Es una vivencia del que esto escribe, que fue testigo de cariños y también de discusiones de sus padres; de encuentros y desencuentros, de momentos hermosos y complicados, de besos y de reproches, de todo aquello que vemos y vivimos en cada familia normal y corriente porque estamos hechos de una pasta imperfecta pero con la que con cariño y calor mutuo, se pueden moldear formas hermosísimas y perdurables. Eternas. Así que digo verdad: fui testigo de muchas cosas y también de hechos como el que cuento – y este no es el único - que son toda una cátedra de amor y coraje de la que aprender toda una vida.

Y lo comparto aquí, con cierto pudor por exteriorizar un recuerdo muy hermoso pero muy íntimo de mi infancia, porque al final no me ha dado tiempo de hablar de este recuerdo con mi padre. Y es que cuando se pierde a un padre es cuando uno se da cuenta de la cantidad de cosas que tenía pendientes de comentar con él. Ya sé que es un tópico. Pero también es una verdad auténtica que a veces me sigue quitando el sueño. Y precisamente por ello no quiero dejar en mi “debe” esta cuenta pendiente de comentar y compartir con quien quiera leer y aprovechar esto.

Y lo comparto aquí porque es una bellísima y auténtica historia de amor. Que no fue amor de un día, de una tarde, de una canción. Esa canción cantada por mi padre a mi madre a viva voz aquella tarde de otoño del año 86 tenía un histórico previo precioso, un presente durísimo como para derrumbarse en el sitio, y sobre todo, un futuro en ese momento incierto aunque también lleno de fe y esperanza: años y años de hacer realidad una idea, de hacer tangible una canción, de hacer del amor y la entrega una bellísima realidad que se puede ver y tocar, de hacer permanentemente presente en su vida y la de sus hijos a la mujer de la que siempre permaneció enamorado. Y ese histórico de entonces y ese presente de entonces y ese futuro de entonces, son hoy una realidad pasada que atesoro en el fondo de mi corazón y en el centro de mi alma con la noble convicción y la sana alegría de haber tenido la suerte de vivirlo y lo que es auténticamente importante: la oportunidad de aprenderlo.

En este blog hay muchas cosas que son parte de mi vida. Otras son mi vida entera. Hoy lo que comparto tiene más que ver con lo segundo que con lo primero. Gracias por adelantado por permitirme esta sinceridad.

Y oíd: Sed felices. Que sólo hay que querer.

Ah. Y que a mi padre no le gustaban las canciones de Perales.