Vaciarse. Entregarse por entero, sin
remilgos. Sin condiciones. Sin esperar recompensa. Darse. Repartirse. Esparcir
por el mundo trozos del alma como si fuera una distribución anticipada, en
vida, de las propias reliquias de uno mismo.
Esto es bueno. Siempre lo he pensado y
siempre lo pensaré. Es una de mis banderas vitales. Porque soy de los que están
convencidos que el depósito de nuestra felicidad no se encuentra exclusivamente
dentro de uno mismo, sino distribuido en los demás, en el prójimo. Llenando los
depósitos de felicidad de otros, estamos realmente elevando también nuestro
índice de felicidad. Por eso me vacío tanto. Por eso me entrego tanto a tantas
cosas y sobre todo, a tantas personas y a tantos colectivos.
Pero creo que he cometido un error. Y
grave. Aunque confío estar a tiempo de rectificar. Tengo claro que hay un
depósito concreto en el que he puesto muchísimo, en el que me he derramado
especialmente, pero no sé si el depósito tiene agujeros por abajo (“churn”, se
llama a veces técnicamente), o si ese depósito es humanísticamente hablando tan
diminuto que todo lo que yo humanamente hablando haya echado allí en realidad
está desperdiciado, perdido, derramado.
Estoy exhausto. Decirlo cuando
realmente no se está, es vil. Pero callarlo y negarlo cuando realmente se está,
es un peligro para uno mismo. Tuve un profesor de Economía que nos explicó un
día con un ilustrativo símil la diferencia entre colaborar y comprometerse: un
plato de huevos con chorizo. Para la preparación de este plato, la gallina
colabora, y el cerdo se compromete. Siguiendo el símil, llevo siendo cerdo
muchos años, poniendo toda mi carne en un asador de donde todavía tengo que
intentar no salir carbonizado. Siempre he preferido ser cerdo que no tiene
problema en tirarse al barro, y que da generosamente su propia carne para
deleitar a los demás, que ven aprovechable en él todo cuanto tiene, a ser
gallina que se sube a un palo, cacarea permanentemente y anuncia cada huevo que
pone como si fuera lo más importante que ha ocurrido en ese momento en el
mundo.
Hay que usar la cabeza, que para eso
está. Pensar. Reflexionar. Lo hago. Y encuentro la receta, la terapia, el
tratamiento: espíritu edificante. El que siempre tuve y quizá últimamente he
perdido como el que pierde una brújula. Edificarse es crecer. Es trabajar por
uno, es formarse, es aprender, es forjarse, es construirse, es mandar en uno
mismo. Es ser arquitecto de desarrollo de mi propia alma (que el gran
Arquitecto de todas las almas es Otro…). Edificarse es ser positivo, ir a más,
siempre a más. Es avanzar, nunca retroceder, pero hacerlo al propio ritmo,
llevando el compás, la batuta, el tiempo, el destino. Edificarse es paciencia,
piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, sin prisa y todo dentro de un plan bien
pensado y que al mismo tiempo se rehace cada día: el plan de vivir.
Y esto empieza hoy.
Hoy puede ser un gran día, y así me
lo planteo, porque aprovecharlo o que pase de largo depende en parte de mí,
como dice la canción. Y en lo que a mí respecta, dejo desde ya que me invada
completamente el espíritu edificante. El que llenó mi alma y el que jamás debí
dejar que saliera por la ventana del alma mientras abría de par en par las puertas
dando paso a todo y a todos con una generosidad mal entendida que confunde
darse con dejarse avasallar.
“Eres muy responsable”. Esto lo he
oído muchos cientos de veces en mi vida. Debe ser verdad. Así que, como
responsable que soy, respondo de mi error. Nadie ni nada tiene la culpa de mis
desdichas, sino que soy yo quien tengo la oportunidad de enderezar lo torcido.
Soy libre. Libérrimo. En mi alma mando yo, con permiso del Creador, y a
restaurarla me pongo, con espíritu edificante.
Creo que llego a tiempo. Gracias a
Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario